Recupero a mi amigo y pintor cubano Orlando Boffill Hernández porque además de que siento una gran predilección por la plástica cubana y sus a menudo sufridos creadores, él es un gran exorcista para mis propios demonios.
De este artista ya he tenido ocasión de hacer una reflexión sobre su trabajo y ahora continúo dado el alcance del mismo, que no está lejos de darse a conocer en una muestra personal en Alemania.
Orlando consigue que a través de la fascinación de una pintura lúdica, rigurosamente lineal y geométrica, veamos una vestidura de signos y significaciones que se enraizan en una problemática de orden cerrado, cual si fuese una jaula en la que se encerrase un cierto aliento o un determinado hálito de vida: el que esos anónimos personajes representan.
Todos los elementos del lienzo están aprisionados y por eso mismo su inmovilidad les obliga a estar ensimismados e inmóviles, obligando al espectador a penetrar en esa trampa que mediante la armonización y planos cromáticos se le está tendiendo.
Por lo tanto, pintura figurativa y geométrica pero tan formidable como un relieve egipcio, que aparentemente está simplificada, esqueletizada, pero cada línea, forma y color se fusionan y descubren una esfera de símbolos que le proporcionan el pathos que necesita.
Y sin duda, hay magnetismo, sabiduría escénica y fibra pictórica en un imaginario que espero que nunca deje de conmovernos y sorprendernos.
Orlando Boffill, Humberto Viñas y yo nos reunimos en el malecón para intercambiar formas y después reunirlas. Fueron tan diferentes y nosotros tan incapaces que decidimos que fuesen ellas las que dictasen sus contornos, sus sombras y sus luces. Al final las tuvimos que destruir porque en el arte de pintar nunca podríamos igualarlas. Y seguimos bebiendo ron y admirando mulatas de piel rosada en el rostro y negra en el vientre.