La muerte se muestra cada día más impaciente por cobrar la pieza. Es como si su cotización se desmoronase debido a una demora que para el futuro damnificado no es otra opción que una agonía de infame impostura.
Por eso, esta obra de Christian Boltanski proyecta, a modo de un retablo o iconostasio, la memoria de unos seres, que no son santos ni beatos ni apóstoles, sino simplemente víctimas del destino que ellos mismos construyeron o por el que fueron fatalmente inmolados.
Es un obituario visual que despierta en nosotros ecos de fugacidad, de entelequias olvidadas y omitidas, de recuentos en la memoria fallidos o de afectos ahora descubiertos.
Un canto fúnebre que se convierte en objeto plástico que hace de lo sagrado un arte pagano, aunque sólo queremos verlo como un procedimiento efímero, no sea que se incruste en un pensamiento que ya no desea cavilar.
A mi amigo Humberto sigue latiéndole el corazón a pesar de que lo acorralan los ocho mil demonios de la manigua. Bajamos al malecón para que los espante, pero hace todo lo contrario, se amiga con ellos, los acoge con grandes alardes de fraternidad e incluso les reparte el botín de almas. Nosotros nos escondemos en una esquina en penumbra y nos santiguamos con ron para calmar el terror de nuestros espíritus.
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