Cuando me encuentro casualmente con esta obra del artista italiano Alberto Burri, reflexiono, por una parte, en como nuevos elementos materiales abren otros ámbitos a la pintura, y por otra, en como esos mismos componentes constituyen realidades autónomas pero siempre ligadas a una conciencia estética basada en el conocimiento y el vivir del tiempo presente.
Burri ahonda en las heridas, en las rupturas, en los tejidos pobres que se remiendan, en metáforas que se esconden para poder sobrevivir. Araña la materia, ya sea plástico, arpillera, hierro, para que la expresión de una existencia que no acaba de ajustarse, que siempre está en quiebra y en trance de volver a construir sobre las ruinas, forme parte de nuestro mundo.
Y también aparecen los deterioros que causa el tiempo transcurrido, el que señala las circunstancias de cada ultraje o los accidentes que acarrean llagas que no tienen caducidad.
Vuelve el agobio a la isla. Todavía no ha dejado de zurcir para tener que recoser de nuevo. No deja de ser una maldición que acierta siempre en sacrificar a las misma víctimas; son tan fáciles de descubrir, tan asequibles, que no puede evitarlo, siempre están disponibles para su disfrute. Y sin embargo el malecón, deprimido por tanto despojo que se arrastra hasta él, grita para anunciar que hay un pueblo que no renuncia a vivir.
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