A través del paisaje se han llevado a cabo innumerables renovaciones y transformaciones de la sustancia pictórica. Los artistas han sabido ver en él la matriz para la conformación de visiones innovadoras entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la realidad y la fantasía, entre lo físico y lo inmaterial.
Ante esta obra, "La isla de los muertos", de Arnold Böcklin, pintor suizo injustamente olvidado y no muy valorado, nos atrapa la incitación a formar parte de ese minúsculo cortejo -de hecho lo vamos acompañando con los ojos- y a ser protagonistas de una ceremonia que en un anfiteatro tan sobrenatural adquiere una dimensión cósmica.
El artista, fiel a un romanticismo que entonces estaba en su momento álgido, ha sabido reflejar con un virtuosismo casi imposible el pensamiento de la mortalidad que nos oprime y al mismo tiempo nos seduce, con el fin de abandonarnos en el otro lado, en un instante de dramaturgia fría, solitaria, silenciosa, mórbida, si bien majestuosa.
Un cúmulo de visiones y sensaciones atenaza nuestro cuerpo cuando la mirada se posa en ese paisaje que no por fantástico es menos real, tal es la penetración de una pintura que roza la perfección gracias a que todos los elementos que juegan dentro de ella conjugan su autonomía plástica con su pleno ajuste en la unicidad de la obra.
Mi amigo Humberto y yo buscamos entre los cayos del Oriente esa isla, pero la más parecida que encontramos estaba atestada de caimanes gigantescos que después de devorarte se encargaban de depositar tus restos en nichos construidos en los arrecifes.
No nos movió tanta sensibilidad con nosotros mismos como para poder probar fortuna en ella, por lo que decidimos regresar al malecón y convertir en cenizas unos granos de maíz que con unas gotas de ron y unas pavesas de tagarnina catalizarían nuestras mermadas fuerzas a la hora del desposorio con nuestra hada letal.
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