Siempre que veo una mascarada, como ésta de Ensor u otra de Gutiérrez Solana, me deja fascinado la eficacia en el uso de unos recursos estilísticos con los que estos artistas obtienen esa estética de la crueldad.
El pintor, muy astutamente, ha sabido percibir la plasticidad de un tótem que gracias al secreto de la expresividad de que hace gala, consigue que la representación agote todas sus posibilidades.
Y tan es así, que la máscara por sí misma se convierte en persona que sabe reír, gesticular, bromear, aunque nuestra mirada, desvelada la incógnita, observa en sus rostros la podredumbre que la muerte al final nos depara. Por eso, necesitamos que nosotros seamos esas máscaras para engañarnos durante ese breve camino desde el despertar hasta la putrefacción. Un descendimiento -ese mortal signo cristiano- que no nos ahorra sufrimiento aunque nos agarremos al gozo desesperadamente.
Hoy el malecón nos saluda con un grito metafísico de presagio: la Venus del Caribe hará una visita y bendecirá a todos los moradores de este rincón marino. Mi amigo Humberto y yo, sin máscaras que nos oculten, recogimos la botella de ron y nos encaminamos fuera de esta frontera que con tal llegada se transformaría en un priorato de azabache y negrura. Nosotros deseábamos unas horas de luz que alumbrasen la pintura del crepúsculo.