- Cuando contemplo obras de este calibre me dan ganas de llevar la contraria a Charles Morgan y convencerme de que el valor fundamental del arte consiste en ofrecer al hombre un espejo en el que pueda ver lo que ha sido, lo que está en trance de ser y, a partir de ahí, por un acto de imaginación creadora, considerarse como parte de la naturaleza y, quizá, reconocer en sí mismo un dios.
- Lo cierto y verdad es que en estas esculturas del español ROMANILLOS ya no están aquellos objetos de belleza que, paradójicamente, ofrecían un signo de lo efímero por su falsedad, esa "vanitas" que nos recuerda la caducidad y la muerte. Al contrario, esta chatarra, símbolo de nuestra era, destinada al anonimato, la desaparición o la tumba, por mor del mediador que ha sondeado en ella, que ha extraído su pureza, se percibe la nueva naturaleza en la que se ha transformado, hasta constituir su propia realidad y autorretrato sin necesitar ninguna máscara.
Bien es verdad que el autor ha partido de un pensamiento puramente abstracto, mas la consecución final es empírica, gracias a la observación y a un sistema de tanteo. Ha operado, parafraseando a Eliot, como un gran creador que es inconsciente cuando corresponde y consciente en el momento oportuno. Sensibilidad e intelecto estrechamente fusionados.
- Después, se hace preciso destacar su agudeza y perspicacia en intuir la potencialidad y hasta metafísica de ese material arrumbado, olvidado y roto. Como le proporciona un rostro y una cabeza que, siendo el reverso de la estatuaria clásica, encarna un dinamismo de instinto y razón, de saber y emoción, cual si fuese un ser similar al nuestro, con el que dialogar sobre el horror y lo imperecedero, porque ahí residirá la diferencia entre él y nosotros: la infinitud.
Tengo el dolor de muchos cuerpos
que la tierra pisaron con trastorno
y un día se tendieron para siempre
a escuchar a otros muertos, en reposo.
(Carlos Bousoño)
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