Ramón Gaya decía que ser creador-pintor es ser vasallo, esclavo del sentimiento pictórico. Pues bien, Cándido Monge, aunque escultor y artista madrileño, es un cautivo del hierro. Esta materia es su estilo y su creencia y deja que señale el rumbo, sea cual sea.
Con el hierro no construye sino que deja que la realidad se asome y la capta en el espacio, y allí la coloca, en toda su crudeza ferruginosa, voluminosa, pesada, tal cual artefactos fértiles que siembran su descendencia hasta ser nuestra sombra, para que a través de su corporeidad nos convoque a su presencia, que se mantiene viva a pesar de su inmovilidad simulada.
En esta obra, plena de confidencias y silencios llenos de palabras, compuesta de dos esfinges, que en ese encuentro de comunicación perpetua, de odio y amor, de indiferencia o soledad mutua, nos emplaza, Monge no ha tenido otro propósito que mostrarnos ese oficio que es la fluidez de la forma cuando ella misma sabe cual es su destino. Y el pulso lo gana porque llega más allá de esa realidad, la sobrepasa para herirnos con ella.
Mi amigo Humberto ha retornado de la Galia pero todavía no ha encontrado el camino antillano, sigue en un risco mediterráneo tratando de avistar el malecón, tal si fuese un Felipe II intentando otear desde las alturas del Escorial la fortaleza de Cartagena de Indias que por los tantos y tantos doblones que le estaba costando tenía que estar rozando el cielo.
Y ahí sigue, en esa escalera montada en el muro, con un anteojo y una botella de ron, convirtiendo lo cercano en lejano y lo remoto en próximo. Mas la penumbra está llegando y entonces quedará ciego de tanto ver.
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