En esa residencia que se adivina en la foto me albergué unos días de estancia en la isla hace ya algún tiempo. Situada en el distrito de Miramar en La Habana, detrás de sus muros había un frondoso y silencioso jardín que esperaba desde hacía muchas vidas el anidamiento de papagayos, cotorras, cacatúas y guacamayos. Como no llegaban, mi amigo Humberto pintó este mural como conjuro para atraerlos.
Y vinieron, intrigados por una fantasía que podía hacerlos irreales también a ellos, pero no se quedaron satisfechos y siguieron la búsqueda de otros infinitos quiméricos.
Humberto y yo nos preguntamos la razón de esa falta de educación estética en unas aves acostumbradas a la sinfonía del color, a la textura y magia de una isla que cuando no se cansa de gritar no se cansa de bailar.
Como consuelo entonamos la canción del poeta cubano, Félix Guerra:
- Que lo digan las estrellas,
- a mí me falta brillo.
- Que lo diga el aire,
- a mí me falta el aliento.
- Que lo diga el mar,
- a mí me faltan peces.
- Que lo diga el fuego,
- a mí me faltan lenguas.
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