Penetrar en el taller de un artista y acompañarle en su proceso de creación constituye uno de esos álgidos momentos de goce que algunos amantes del arte recuerdan con delectación. Y digo algunos porque no todos tienen esa inmensa suerte.
Curiosear por todo el perímetro las miles de cosas, artefactos y materiales heterogéneos que lo inundan, atisbar el caos aparente, las manchas de color en las paredes y en los escasos muebles, los bastidores apoyados en cualquier sitio, los innumerables trapos tirados aquí y allá, los lienzos sin estrenar y los emborronados adosados a la pared, las sillas y asientos destartalados, en fin, asistir a la vida palpitante de todo un universo por el que confluye y camina el misterio de la creación, es una oportunidad que no se presenta todos los días.
Y después él, que se enciende un cigarrillo, toma un sorbo de agua, se planta ante el trípode o se sube el andamio y comienza a rastrear las huellas de lo que estaba ya hecho, primero con dudas, después con una seguridad aplastante, impone en nosotros un sumo silencio, con el que asistimos a esa ceremonia con perplejidad pues lo que ese proceso nos descubre no nos lo podíamos imaginar.
Felipe II, rey sombrío, complejo y pusilánime, disfrutaba enormemente de la compañía de sus pintores de corte en las estancias destinadas a ellos para su trabajo. Con Antonio Moro se pasaba largos ratos viéndole pintar e incluso le distraía con sus comentarios y sus cuentos o sus preocupaciones. Tal es así, que el pintor, cuando ya era excesivo el tiempo que perdía en estas conversaciones, le tocaba suavemente en el hombro al rey, el cual entendía el gesto, se excusaba y abandonaba el estudio. La Inquisición sospechó que esta relación tan estrecha sólo podía deberse al uso por parte Moro de un brebaje que sometía la voluntad del rey a su servicio. Avisado y temeroso aquél de estos recelos pidió al rey que le dejara viajar a Bruselas y de allí nunca más volvió.
Esta misma práctica la repitió el rey con el pintor Alonso Sánchez Coello, el cual residía en unos aposentos de palacio a los que solamente tenía acceso Felipe II, el cual le visitaba asiduamente. Cuando el artista era sorprendido pintando en silencio y por la espalda por el rey, éste le colocaba las manos sobre los hombros para que no se levantara y continuara con su trabajo mientras observaba con detenimiento el quehacer que estaba llevando a cabo.
Creo, como resumen, que a ese sitio, ese continente donde se fragua y proyecta la labor del artista, no se le confiere la importancia que tiene, pues se ignora su sólida influencia en la gestación del arte. Y también se le desdeña a pesar de la ofrenda que nos hace si fuese más conocido.
Curiosear por todo el perímetro las miles de cosas, artefactos y materiales heterogéneos que lo inundan, atisbar el caos aparente, las manchas de color en las paredes y en los escasos muebles, los bastidores apoyados en cualquier sitio, los innumerables trapos tirados aquí y allá, los lienzos sin estrenar y los emborronados adosados a la pared, las sillas y asientos destartalados, en fin, asistir a la vida palpitante de todo un universo por el que confluye y camina el misterio de la creación, es una oportunidad que no se presenta todos los días.
Y después él, que se enciende un cigarrillo, toma un sorbo de agua, se planta ante el trípode o se sube el andamio y comienza a rastrear las huellas de lo que estaba ya hecho, primero con dudas, después con una seguridad aplastante, impone en nosotros un sumo silencio, con el que asistimos a esa ceremonia con perplejidad pues lo que ese proceso nos descubre no nos lo podíamos imaginar.
Felipe II, rey sombrío, complejo y pusilánime, disfrutaba enormemente de la compañía de sus pintores de corte en las estancias destinadas a ellos para su trabajo. Con Antonio Moro se pasaba largos ratos viéndole pintar e incluso le distraía con sus comentarios y sus cuentos o sus preocupaciones. Tal es así, que el pintor, cuando ya era excesivo el tiempo que perdía en estas conversaciones, le tocaba suavemente en el hombro al rey, el cual entendía el gesto, se excusaba y abandonaba el estudio. La Inquisición sospechó que esta relación tan estrecha sólo podía deberse al uso por parte Moro de un brebaje que sometía la voluntad del rey a su servicio. Avisado y temeroso aquél de estos recelos pidió al rey que le dejara viajar a Bruselas y de allí nunca más volvió.
Esta misma práctica la repitió el rey con el pintor Alonso Sánchez Coello, el cual residía en unos aposentos de palacio a los que solamente tenía acceso Felipe II, el cual le visitaba asiduamente. Cuando el artista era sorprendido pintando en silencio y por la espalda por el rey, éste le colocaba las manos sobre los hombros para que no se levantara y continuara con su trabajo mientras observaba con detenimiento el quehacer que estaba llevando a cabo.
Creo, como resumen, que a ese sitio, ese continente donde se fragua y proyecta la labor del artista, no se le confiere la importancia que tiene, pues se ignora su sólida influencia en la gestación del arte. Y también se le desdeña a pesar de la ofrenda que nos hace si fuese más conocido.
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