El día amaneció pálido y quizás por eso me haya venido a la mano la angustia de una escritura que sólo pueda dejar silencio en el papel.
Tampoco tengo la mirada iluminada ni expectante en busca de rincones donde se produzca un fenómeno que nos invite a compartir o una experiencia que nos convoque a festejar.
La materia nos ha ofrendado prodigios que hoy nos niega, y únicamente Wifredo Lam, que ya se ha ido, era el que los extraía de las grutas invisibles en las que se guarecían los cimarrones africanos para celebrar cultos que los devolviesen a sus tierras.
Y también nuestros espacios ficticios, para mi amigo Humberto y para mí, se han estrechado tanto que tendremos que aprender a volar para hacerlos más vastos. Las gaviotas del malecón han querido ayudarnos pero era tal el vértigo cuando nos elevábamos que al ver los fondos leprosos decidimos posponer el viaje hasta definir otros rumbos más cálidos.
De esta breve incursión inferimos que la patera era más segura y que ahora, mi amigo Humberto, podría sopesar lo que era una obra de arte y yo estaría en disposición de pintar con su mano buena la botella de ron que nos faltaba, tal era nuestra desesperación sin ella.
Y es que el espacio necesita un principio aunque empiece por el fin.