Son muchos los siglos en los que la pintura ha sido un permanente signo de referencia, formando parte de nuestra identidad, mejor dicho, de una manera muy concreta de expresarla.
Sus desarrollos y continuas mutaciones han sido los espejos de sociedades y civilizaciones, y nunca, con mejor o peor fortuna, le han faltado intérpretes, aunque ha sido el siglo XX el que con su imparable aceleración ha concebido transformaciones sucesivas que se devoraban unas a otras.
Ahora, en la situación actual, parece que entramos en un periodo en el que cada día se formulan nuevas tesis y teorías, cada cual más sofisticada, tecnócrática y hermética, donde los perfomances e instalaciones fugaces sustituyen los iconos históricos que han nacido siempre con una vocación de permanencia visible, no efímera. Y ahí están los museos para corroborarlo.
Pues bien, habrá que empezar otra vez, habrá que ir al origen y buscar formas y dimensiones que se encuentren todavía ocultas y se mantengan secretas, y permitan la genuina recuperación de la pintura tal como se ha entendido que debe ser. Si es un arte de la luz, como dice Félix de Azúa, hagamos que lo sea.
Simplemente hemos de pedirle que sea la marca visible que acune la soledad de una humanidad vencida. Y la acune lo más cercana posible, casi a nuestro lado. ¿No es mejor que esté en todas partes si denota lo que es propio e intrínseco a ella?
La nocturnidad en el malecón no dejaba ver pero presentías que era la ocasión para las barracudas de acercarse a comprobar que aún la mudanza no batía el mar y los desechos seguían sin tener un contenido que mascar.
Arriba, mi amigo Humberto en su taller, probaba por enésima vez el modo de pintar sin estar presente, sólo la metáfora de un vaso de ron reemplazándole. Fue inútil, no ha llegado todavía el momento de descubrir el misterio de tal innovación, ni siquiera estando en persona en la imaginación.