Mi amigo, el artista alavés Álvarez Vélez, de cuya pintura ya he tenido oportunidad de hablar, trabaja calladamente en una esquina abierta al cielo, viendo pasar los engranajes que luego atrapará para que se queden con nosotros. Tal es el prodigio de conseguir concebir la réplica de una sustancia aérea que está viva, que germina y se hace presente cuando ocupa lo que volátilmente le pertenece.
El aire se convierte en un taumaturgo aliado con el escultor con el fin de que haga posible su sueño de ver lo que alberga dentro de sí, sus formas, sus materias y sus espíritus. Siempre ha querido contemplarse porque así obtenía un conocimiento mayor de sí mismo y de aquello que podía ofrecer.
Nosotros, observadores de esa revelación, participamos con la sensación de intuir una sabiduría que nos brinda los momentos alados de la captación y la percepción según se plasma y se hace realidad.
En definitiva, Álvarez Vélez sólo tiene que continuar con ese presentimiento que amasa, configura, procrea y transita y estar con sus sentidos siempre alerta y dispuestos a desentrañar aquello que surge del manantial del aire.
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