Mi amigo Humberto, en la gestación de todas sus obras, desconoce hasta qué punto puede controlar lo que contienen, lo que va a ir dentro de ellas, desde fuera, y por eso, guiándose por John Berger, deja que éstas lo cobijen y pueda habitarlas para desentrañar su misterio.
Y a la vista está que este lienzo rememora oscuros enigmas de un mar cruel e inhóspito si no sabes hacer morada en él, y sombrías semblanzas de una tierra dura e implacable si no te haces naturaleza con ella.
El habitante, radiante de una luz cósmica, se refleja en su sueño entre ambas fuerzas colosales y extiende sus alas para saber si el vuelo es el destino que anuncia poesía y esperanza.
Lo que ha querido pintar mi amigo Humberto es un territorio de huellas en su deseo de que lo inanimado cobre vida y anuncie nuevas, y lo ha hecho a partir de un exorcismo que ampare la mirada de angustia de nuestro ser.
Al caer la noche, erramos por el malecón en busca de cuerpos que nos alberguen de esta indigencia de caricias y ron, pero al vernos se apartan, pues nos conocen y saben que somos fantasmas irrecuperables de comarcas de penumbra.