26 de marzo de 2009

PAUL DELVAUX

Decía Benedetto Croce que "el arte es siempre lírico, o, si se quiere, una épica y una dramática del sentimiento".

Paul Delvaux, artista surrealista belga, es todo eso y quizá algo más. Sobre el marco de un clasicismo sublime -no olvidemos a De Chirico-, que reconstruye en cada obra, nos deja flotando en una fantasía que hace posible lo imposible.

Perspectivas, planos, figuras estáticas convertidas en símbolos que ahuyentan pesadillas de lo real, soberbio cromatismo de luces y sombras, nos ofrecen una obra que se concreta en todo un conjunto de plenitud orgánica y unitaria.


Me siento deslumbrado por esos trenes y estaciones vacíos que nos insinúan un nomadismo de seres superfluos y como tal sensibles, un carácter lúdico que se opone al metafísico de De Chirico, una voluptuosidad que embriaga cada imagen, cada icono que se sustenta en su propio existir para salvarnos o condenarnos.








Esas mujeres desnudas omnipresentes, hetairas divinas, que nos esperan en su paraíso, ese vergel boscoso de arena y mar que habitan y del que querríamos ser destino y parte.
  • Incluso la muerte es una compañera cariñosa que nos advierte que su fealdad es inmortal y es belleza del espíritu contra la carne.
  • ¿Son así nuestras zozobras? Pues entonces que resucite Delvaux y nos las siga pintando con tanta solidez y nitidez, deseamos contemplarlas durante el resto de nuestra vida y que sean el frontispicio de nuestra tumba.
  • El malecón nos revela que ha colocado cámaras y micrófonos en el paraíso para conocer cuales son los misterios del placer y del recreo. Pero por ahora las informaciones que le llegan no le satisfacen pues han desterrado de él el odio, el rencor y la maldad, sin olvidarnos del vertido de sangre. Así es imposible que él reine y que sus huríes obtengan regocijo, por lo cual ha pensado en mi amigo y pintor Humberto Viñas y yo como verdugos. Nos negamos categóricamente a tal misión, preferíamos ser víctimas de dríadas oscuras hambrientas de carne, aunque ya estuviese agostada y marchita. Y perplejos por nuestra reacción sólo se nos ocurrió cavilar en el por donde empezarían.